Gerardo Murillo (Dr. Atl)
Paisaje vigoroso y trágico sumergido en esa extraña luz del Valle de México que todo lo define y todo lo ensombrece -lomas pedregosas sembradas de pirúes, conos volcánicos erguidos sobre la planicie- ondulaciones de montañas azules como el mar.
El artista trabajaba con una lentitud que revelaba el grande amor que ponía en su obra o dicho de otro modo, la evidente dificultad para hacer visibles las sensaciones recibidas.
Lo hacía de pie en un pequeño espacio que se extendía delante de una casita de adobes, la última en el extremo del pueblo de San María Aztahuacán, viejo poblado de los antiguos aztecas, próspero hacía muchos siglos, con su fabuloso comercio de plumas de garza; hoy pobre, silencioso, adormecido en un abandono sin remedio.
El lago que se extendía en la maravillosa cuenca del Valle de México se alejó del pueblo de Aztahuacán al llamado de la civilización que necesitaba tierras y más tierras para sembrar en ellas ilusiones más ilusiones. Sobre ellas -sobre las tierras y sobre las ilusiones viven, ahora, una vida miserable los antiguos comerciantes de las albas y elegantes aves que dieron renombre y bienestar a todos los pueblos de la margen oriental de las lagunas de Anáhuac.
Algunos de los habitantes de Aztahuacán- “lugar-de los que tienen garzas- Conservan muy puro su tipo azteca, las costumbres y el lenguaje de aquella raza, especialmente las mujeres. Las dos que vivían en la pequeña casita de adobes grises, junta a la cual el pintor trabajaba en su paisaje eran de este tipo. Serias, casi adustas, revestidas de una dignidad casi religiosa, suaves en sus maneras, muy cuidadosas de sus palabras, y de una cortesía espontánea, pero sobria; se deleitaban, mirando desde lejos, el desarrollo de la obra del artista, al que no se atrevían a interrumpir. Cuando el cuadro estuvo ya bastante adelantado, una de las mujeres precisamente la dueña de la casa, se acerco despacito y le pregunto si podía mirar el cuadro más a su gusto.
-Seguro, me complacerá mucho que usted lo vea con detenimiento.
Y colocando la tela junto a una cerca de piedra, puso ante los ojos de aquella admiradora indígena lo que su pincel de artista enamorado había podido fijar en una insuficiente superficie plana. La mujer contempló la pintura detenidamente, con un interés profundo. La comparaba con el paisaje real, y esta comparación engendraba ciertos movimientos admirativos, de sus manos. El examen fue largo. Cuando hubo terminado, se volvió hacia el pintor y dijo esta frase profunda:
No es el mismo, pero está más bonito aquí en la pintura, que allá donde lo hizo Dios nuestroSeñor. Será, agregó en tono de duda, que en estas cosas ponemos la inteligencia que Dios nos dio. Al pintor no le sorprendió aquel lenguaje porque conocía el sentir gente india, su profundo espíritu de observación, su amor a las cosas de arte, virtudes heredadas por generaciones y generaciones que no ha podido destruir la bárbara educación contemporánea.
La amistad que nació de la admiración de aquella mujer por la obra del artista fue creciendo a medida que la pintura avanzaba y, cuando ésta estuvo terminada y fue exhibida con toda modestia en el interior de la casita, la mujer se atrevió a preguntar si aquel paisaje pintado era muy caro.
Su autor comprendió rápidamente que la mujer tenía interés en poseerlo, y abrió las puertas a su deseo.
No – contesto - , yo los vendo bastante baratos.
Ojalá y así sea, porque yo se lo quiero comprar a usted –dijo en voz baja, con cierta timidez, como presintiendo que jamás podría obtenerlo.
Como usted ha sido tan amable y le gusta tanto mi pintura, se lo voy a vender por cinco pesos.
La compradora sonrió con suave sonrisa, juntó las manos en actitud devota y dijo muy emocionada:
-Tengo los cinco pesos, pero la verdad es que no es justo que usted me de ese cuadro por tan poco dinero. Tanto trabajo que le ha costado, tanta pintura que ha gastado. Y luego, figúrese, nomás en puros camiones se le han ido a usted más de los cinco pesos. Mejor hagamos un trato:
Yo le doy a usted los cinco pesos y me lo deja usted aquí algunos días, prestado, para estarlo viendo.
Esta serie de razonamientos ingenuos, pero que revelaban un interés profundo, conmovieron al pintor que replicó con firmeza:
-No, señora, se lo vendo a usted por ese dinero y con todo y marco.
La mujer, obedeciendo al deseo de que aquella obra no fuese ya tocada, objetó con mucha cortesía:
-Yo quiero el cuadro sin marco. Así está muy bien. Ya no necesita nada más.
-Bueno, el cuadro es suyo.
La admiradora indígena cogió la tela con un respeto religioso y la colgó en un lugar que ya había escogido de antemano. Luego se dirigió a un pequeño baúl de madera, y de entre los objetos que contenía saca una ollita con monedas -monedas de níquel, de plata y de cobre-.
Apenas se ajustaron los cinco pesos. Y como quien pone una ofrenda un altar, la admiradora puso en manos del pintor aquella suma que seguramente le había costado muchos sacrificios reunir.
-Aquí están señor -dijo profundamente conmovida, y dirigiendo los ojos al cuadro agregó:
-nunca me cansaré de verlo!
Y el cuadro se quedo dentro de aquella pequeña casita de adobes grises, colgado de la pared, más honrado y más lleno de gloria que en el más famoso museo del Universo.
Contesta las siguientes preguntas
1¿A que se refiere la prosperidad de Santa Maria Aztahuacan?
2¿Por que era fabuloso el comercio de plumas de garza?
3¿Los habitantes actuales de la zona conservan algo de las costumbres aztecas? ¿cuales?
4 ¿Por que la región se volvió tan pobre?